Por fin, y como ya se venía
anunciando, llegamos al término de este maratón, culminando con el aniversario
del blog «Detrás de la tecla». De más está decir que se agradece a todos los
que colaboraron para llevar a cabo esta pequeña actividad, desde las
entrevistadas hasta nuestra adorada diseñadora y, por supuesto, a todas las
personas que se pasan por este blog y por el de su servidora, de verdad, mil
gracias.
Y para no hacerlos esperar más,
los dejo con el prefacio y la portada del segundo tomo de la saga Destino, «Epidemia»,
el cual, espero estar publicando en marzo del año que viene.
Un abrazo y, nuevamente, ¡gracias
a todos por formar parte de la gran aventura!
Prefacio
Avanzó por la calle con la cabeza
gacha. Aquella noche hacía un frío espantoso, de su nariz y boca brotaba un
humillo blanco. Llevaba puesta la túnica más gruesa que tenía y aun así los
huesos le dolían, la capucha sobre su cabeza ocultaba su rostro, a esas horas
sin maquillaje.
Tropezó con un fragmento de ámbar
suelto. Maldijo por lo bajo, las calles seguían sin ser reparadas, a pesar de
la guerra haber terminado. «Necesitamos al resto de los guardianes», había
declarado Astucieus Thrampe un par de semanas atrás en una conferencia de
prensa, tras ser dado de alta del hospital central.
Pero la búsqueda y selección de
nuevos Garque llevaba al menos seis meses y, en esos seis meses podían ocurrir
muchas cosas: un levantamiento por parte de los seguidores de Tyr que aún
quedaban, una crisis económica, una epidemia a causa de las condiciones
deplorables en las que había quedado la ciudad, sin contar las enfermedades que
podrían transmitir los escorpiones gigantes que merodeaban por ahí. Mas eso a
los gobernantes de Cultre no parecía importarles, mucho menos si quienes
pagaban aquello eran los de escasos recursos, como lo era en su caso y el de su
familia.
Y era por eso que ella había
decidido actuar. Los doctores le habían dicho que se trataba de alguna gripe
extraña, pero no daban con qué medicamentos tratar a su madre. Tampoco es que
tuviesen el dinero para que la viera algún especialista, tanto su hermana como
ella trabajaban de sirvientas. Necesitaban ayuda, y ella la conseguiría como
fuese.
Se detuvo delante de la puerta de
su casa, la cual abrió con manos entumecidas por el frío. Entró, su hermana
cuidaba de su madre aquella noche, por lo que podía hacer y deshacer en la
vivienda sin ningún problema. De todas formas, se preocuparía por limpiar todo
una vez hubiese terminado.
Encendió una flama con un
chasquido de dedos. La estancia, de pocos muebles y adornos sencillos, lucía
abandonada y polvorienta; un escenario perfectamente bien ambientado para lo
que estaba a punto de hacer. Caminó hacia una esquina y se agachó, en busca de
una loza suelta la cual no tardó en localizar y apartar, lo que dejó al
descubierto un hueco de profundidad considerable. Poco a poco, extrajo del
compartimento el material que le había tomado días recolectar: monedas de oro
malditas, marcadas en el centro con una mancha de sangre; velas blancas, nuez
moscada, salvia y tierra del cementerio.
Miró los elementos y tomó una
profunda bocanada de aire. No podía echarse atrás. Tenía que hacerlo, por su
madre, por su hermana. Agarró la bolsa con tierra y la esparció por el suelo,
de tal forma que dibujó un círculo, dentro del cual fue a trazar un pentagrama
invertido y en cuyo centro colocó la salvia y la nuez. Acto seguido, posicionó
las velas en torno al funesto símbolo, delimitando un triángulo con una punta
más larga que las otras. Después, encendió cada una de las velas y se colocó
fuera del perímetro que marcaban, justo en la punta más alta del triángulo.
Comprobó que tenía las monedas
malditas a un lado. Se estremeció, sin saber si era de frío o de miedo; el
corazón le palpitaba con fuerza dentro del pecho, las manos le temblaban. Antes
de que su consciencia la obligase a deshacer todo, hurgó dentro de su túnica y
extrajo el pedazo de papel en el que había copiado el ritual, encontrado en uno
de los libros del Templus.
—Ábranse las puertas del infierno
—murmuró con la garganta seca—, porque las del cielo han permanecido cerradas.
Ábranse y dejen salir al demonio, que en esta noche será mi guía, mi aliento…
Una brisa de aire gélido vino de
ninguna parte e hizo temblar su flama y las de las velas, mas estas
permanecieron encendidas, para su alivio. Volvió a respirar hondo a fin de
reponerse, y continuó:
—… ven a mí, pequeña dasell, ven
a mí y acepta mi trueque. Ayúdame a adquirir lo que deseo, ayúdame a encontrar
mercancía sin igual. Porque he registrado hasta el más ínfimo de los rincones
de este mundo y no he hallado lo que busco. Necesito de tu poderío, déjame ver
esos tesoros que reservas para los grandes. No importa cuál sea tu precio, yo
lo pagaré, así sea con mi propia sangre.
Se quedó callada y bajó el papel
despacio. Las velas titilaban silenciosas, casi severas, como si le reprochasen
el haber realizado la invocación. De pronto, la nuez moscada y la salvia
parecieron explotar en una centella de luz negra que se disparó hacia arriba,
la mujer dio un grito ahogado, a punto estuvo de irse de espaldas.
El resplandor menguó hasta
apagarse, revelando una figura infantil, femenina, de lindos bucles rubios peinados
en dos coletas. La niña no debía pasar de los seis siglos, de largas pestañas y
ojos enormes de color miel, enfundada en un vestidito que la hacía parecer una
muñequita.
Parpadeó desconcertada, dudosa en
si había hecho la invocación correcta, pero entonces la niña sonrió, sus
facciones dejaron de ser dulces y se convirtieron en perversas, a través de su
maliciosa sonrisa la mujer pudo ver una hilera de dientecillos puntiagudos.
—No puedes salir del círculo
—intentó amenazarla ella, aunque el tono quebrado de su voz jugó en su contra—.
Las velas me protegen de ti y…
La diablesa dasell rodó los ojos.
—… me quemaría si intentase
agredirte o salir del triángulo —dijo en un tono fastidiado, acorde con su
apariencia—. Ya lo sé, mortal tonta. Así que hazme un favor y dime qué es lo
que quieres para poder irme de una buena vez.
—Mi… mi madre está enferma
—musitó la mujer con un nudo en la garganta—. Los médicos creen que es una rara
gripe, pero no encuentran medicina que la alivie. Por favor —agregó y se bajó la
capucha, sus ojos anegados en lágrimas brillaron con las luces—, necesito la
cura, alguna planta o brebaje… —le enseñó a la diablesa las monedas—. Si esto
no es suficiente, yo… haré lo que sea…
La dasell enarcó una ceja y la
miró con desprecio.
—En realidad no, no es
suficiente, pero quizás podríamos llegar a un trato. ¿Estás segura que harás lo
que sea?
—Lo que sea —asintió ella con
fervor.
—¿Cualquier cosa? —repitió la
diablesa con brillo maléfico en los ojos.
La mujer se mordió el labio,
insegura; mas no podía acobardarse, no si quería volver a ver sana a su madre,
no si quería volver a ver a su hermana sonreír.
—Lo que sea —aceptó.
La diablesa ensanchó la sonrisa.
—Tira las monedas dentro del
círculo.
La mujer obedeció y la dasell
recogió las monedas cual perro abalanzándose sobre los restos de comida.
Mordisqueó una y luego la lamió, para por último asentir complacida.
—Yo no puedo ayudarte —dijo con
voz aguda. La mujer palideció—, pero puedo traer a quien sí tiene el poder para
hacerlo.
— ¿A quién? —preguntó ella, cada
vez más arrepentida de haber llevado a cabo aquella empresa.
La dasell rio entre dientes.
—Tú sólo di que sí —dijo y se
balanceó inocente sobre sus pies, con las manos en la espalda; las monedas
desaparecieron con un destello—. Si aceptas pactar con ella en vez de conmigo,
verás a tu madre sana en menos de lo que un viejo muere infartado.
Rio de su propio chiste,
divertidísima, a diferencia de su interlocutora que tragó en seco, su faz
expresaba horror.
—Está bien —accedió—, aceptaré
pactar con ella.
—No, no, tienes que decir: «está
bien, tráela y aceptaré pactar con ella, sin importar nada». Ah, y debes apagar
una vela.
La mujer cerró los ojos y apretó
las manos sobre su regazo. Estaba a punto de condenar su alma, lo sabía. No
necesitaba ser experta en magia negra para saber que aquella declaración salida
de sus labios la ataría a quien quiera que fuese a traer la dasell. Más aún, si
debía apagar una vela; aquello sólo significaría que el ente podría hacer y
deshacer a sus anchas.
—Está bien —repitió con
esfuerzo—, tráela y aceptaré pactar con ella, sin importar nada.
—¡Muy bien! —la felicitó la
diablesa dando un saltito—. Ahora, apaga la vela.
—¿Cómo sé que no me matarás
luego? —inquirió la mujer con el ceño fruncido—. Con una vela apagada se
rompería la protección del triángulo y…
—No seas estúpida —le espetó la
dasell—, nosotras no matamos animalejos como tú, al menos no por diversión.
Bueno, a veces sí —reflexionó—, pero hoy no me apetece hacerlo. Ahora, apaga la
maldita vela.
La mujer sopló y apagó la vela
que tenía más cerca. Complacida, La diablesa volvió a soltar esa risita
escalofriante y, antes de que su acompañante pudiese decir algo, desapareció
tras una explosión de luz negra.
La mujer contempló el lugar donde
antes había estado parada la dasell suelo ennegrecido y ni rastro de la planta
o la nuez moscada. Seguramente le había tomado el pelo y no volvería. No, tenía
que volver, si no, no se hubiese empeñado en que hiciese tan comprometedora
declaración y, mucho menos en que rompiese el triángulo de protección.
De repente y para horror suyo, el
resto de flamas se apagaron, incluida la que ella había convocado al principio.
Chasqueó los dedos, mas la luz no volvió a encenderse; por el contrario la
temperatura descendió un par de grados. Escuchó algo a su espalda y se volvió,
asustada, tropezando con las velas y cayendo de trasero en el suelo, pudo
sentir entre sus manos la tierra con la que había trazado la estrella y el
círculo.
—¿Quién es? —preguntó con la voz
vuelta un hilo—. ¡Déjese ver!
Y como si hubiese sido una orden,
un par de ojos dorados se encendieron en medio de la penumbra. La figura alta y
esbelta resplandeció con un aura siniestra, misma que reveló el vestido de
seda, la piel pálida, el cabello castaño y… el tatuaje en forma de telaraña que
le marcaba la faz.
—Pero querida, no tiembles —le
dijo la recién llegada con timbre musical; la mujer sentía que un terror
irracional le recorría las venas—, tranquila, soy quien ayudará a tu mami a
sentirse mejor.